UN RECUERDO
Las tablas de madera del pasillo oscuro crujían bajo
las pisadas de mis zapatos de colegio. Caminando despacio, aun con el uniforme
puesto, cada tarde solía dirigirme hacia la puerta del fondo. Un Pasillo
estrecho y oscuro. Unas paredes lisas, sin adornos. Unos techos altos y
agrietados, víctimas de los bombardeos de hace décadas, en ese tercer piso de
calle de La Palma. Mis nudillos llamaron despacio sobre la pintura blanca y
descascarillada que maquillaba la puerta
alta.Era “el cuarto de los leones”
que los mayores llamaban así para que no entráramos los niños. El abuelo abrió
aceptando mi entrada. Olía a barniz, a aguarrás. Hacía frio en el taller del
abuelo. Pinceles y pequeños botes de pintura salpicaban un enorme tablero
colocado a modo de mesa. Trapos sucios, marcos a medio dorar, herramientas para
tallar, cortar y lijar. Hacía frio en el taller del abuelo. A la derecha, junto
a la pared, una pequeña nevera con huellas de dedos sucios junto al picaporte.
Le miré. El sonrió. Mi pequeña mano de colegiala giró despacio el picaporte
tirando hacia mí. La pesada puerta de acero se abrió. Mis ojos se
agrandaron levantando mis cejas y toda
mi cara se iluminó. En el interior estaba el tesoro. Una caja de cartón ancha y
plana que saqué con cuidado y coloqué sobre el tablero.Quité la tapa lentamente
y con mis pequeños dedos de colegiala separé el papel de seda que protegía su
contenido. Ahí estaban, ante mis ojos hipnotizados, ¡montones de láminas de PAN
DE ORO!, ¡frágiles, suaves, delgadísimas, brillantes! Las mismas que el abuelo
utilizaba para restaurar los marcos de esos cuadros y que tantas veces le había
visto fundir sobre la madera con el pincel y que ahora yo acariciaba con las
yemas de mis dedos, en ese taller frio, aún con el uniforme puesto.