LOS ECOS DEL PASADO....
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¿Leo, dices? ¿Cómo que Leo? ¡Te llamas Leopoldo!, como tu padre, como tu
abuelo. Y en esta familia no hay maricones, ¿has entendido?. Sal por esa
puerta. Yo ya no tengo hijo.
Mi
mano huesuda y vieja agarra la reja oxidada de la ventana sin dueño. Desde la
calle Me se asomo al interior. Ya no es una casa. No tiene tejado, ni paredes.
Sólo unos deshechos muros de piedra casi vencidos a ras del suelo. No hay
puerta, ni madera que tape el vano de la ventana, ni brasero que caliente su
interior. Ahora la hierba es la alfombra sobre la que he jugado de niño.
Esa alfombra
gastada que manché sin querer con el primer estallido del deseo.
Pegada mi nariz y toda mi cara vieja al
hueco de la ventana, mis ojos, ahora sabios y cansados, vuelven a esta morada
de la calle Ave María.
Aquella
tarde Angelito y yo nos buscamos. Era otoño y las mujeres y hombres del pueblo
aún se doblaban sacando piedras a unos cuantos kilómetros, donde se construía la
presa. Teníamos catorce años y desde los doce nuestra relación se había
estrechado de un modo poco usual, hacia una irresistible atracción física que nos
hacía necesitar del sacramento de la confesión día sí, día no. Pero estábamos
cansados de esperar.
Se
tocaron tímidos, solos en la casa. Se desnudaron, se estudiaron y se amaron
sobre la alfombra gastada, junto a las faldas de la mesa camilla y bajo las
miradas de todos los retratos que colgaban de la pared. Se amaron casi sin luz,
escondidos tras el olor a campo húmedo y a estiércol, agazapados en el silencio
de un pueblo que seguía trabajando en la presa hasta caer el sol. Era un otoño
frio, pero se daban calor con sus cuerpos templados y sus sonrisas de triunfo.
La
puerta se abrió y mi padre se nos echó encima. Sus manos grandes barrieron con
furia los cuerpos desnudos y ya impuros. Angelito recogió sus ropas y salió a
patadas a la calle desierta sin saber cómo detener a mi padre. Angelito,
desnudo, miró desde fuera por la misma ventana por la que yo miro ahora, asida mi
mano vieja a los barrotes oxidados.
Fue
la deshonra la que me sacó del pueblo aquella tarde de otoño, hace cincuenta
años. Y ahora, muerto mi padre, he querido volver. Ahora el pueblo, sumergido
bajo las aguas, guarda silencio. El cielo plomizo se refleja en el pantano y
las piedras campan a su antojo por las pocas calles que se han librado de la
inundación. En una de esas calles, la calla Ave María, perdí mi inocencia y
según mi padre, la honra de la familia.
Todo ha quedado en secreto tras la
ventana a la que ahora asomo mi cara vieja, mi vida pasada con la que por fin me
reconcilio.
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¡Leo!.-oigo a mi espalda.
A
cien metros, en el coche, Ángel me espera…