Dicen (y yo también lo digo) que la inteligencia es saber adaptarse a los cambios. Sin comerlo ni beberlo, la protagonista de este Relato consigue atrincherarse en su anhelado espacio de paz y Tranquilidad. "POR FAVOR: NO MOLESTEN MI DESCANSO"
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Foto: MBReig (Puerta del Sol Mayo 2011) |
Una mañana, tras un
sueño tranquilo, yo, Margarita La Bella, me desperté convertida en un
monstruoso insecto. Nada de sorprenderme. Qué va. Pues venida del pasado llegó
a mi mente aquella frase de mis padres que tan orgullosa me hacía sentir:
“hija, eres un bicho raro”. Lo peor no fue ser consciente de mi asqueroso
aspecto, cosa que llegó más tarde al verme en el espejo, sino la terrible
sensación de frio que entumecía esa carne áspera y seca bajo mi caparazón y luego,
el batacazo que me pegué cuando caí de espaldas los dos metros y medio que separan
el techo del suelo de mi habitación. No puedo decir que me quedé boquiabierta,
porque sinceramente desconocía si tras la conversión a insecto tenía o no los
mismos órganos que siendo humana, pero
diré que se me descolgaron las antenas de la emoción. ¡Una mutante!... ¡Una X
Men!.
Recordé que en alguna
de las cajas de la mudanza, aún sin desembalar, guardaba yo ese manual de instrucciones
para situaciones de emergencia. Lo encontré. Y salvando las limitaciones
propias de un cuerpo sin dedos, conseguí abrir el libro por el capítulo 10: “De
las transformaciones repentinas”. Y leí: “Ante un cambio drástico en su vida, (despido
laboral, ruptura amorosa, ruina económica, etc., etc., etc,) Vd. tiene todas la
papeletas de transformarse en algo indeterminado hasta que su nueva situación
se normalice. No le de importancia y haga su vida normal”.
Dado mi nuevo estado, eso
de hacer vida normal me pareció una pretensión inalcanzable, además de algo aburrido
hasta la saciedad. Muy al contrario, mi
mente empezó a barajar toda clase de posibilidades y a conjugar mil y una
tretas para aprovechar esta oportunidad que me daba la vida. Salir de la
rutina. Bien mirado, sería la excusa
perfecta para no ir al trabajo y para no dar explicaciones a nadie sobre mi
estado de ánimo, tan turbado por los recientes acontecimientos.
Me adapté sin problemas
y en un par de días tenía totalmente controlados mis movimientos, mi capacidad
de evolución en carrera, mi respuesta de frenada, las distancias y el tiempo
que precisaba para llegar de un rincón a otro de la casa, las veces que mi
cuerpo hacía sus necesidades sin ningún pudor… Con esas patitas que el azar me
había dado recorrí, el apartamento en horizontal y en vertical y mira por
donde, descubrí detrás del la librería del salón el escondite en el que el
anterior inquilino guardaba fotografías picantes de sus amoríos y que el muy
idiota había olvidado llevarse consigo. Eso
me dio la idea de intentar reconocer mi sexo. ¿Sería un bicho hombre o una
bicha? ¡Qué más daba!. Yo era, por tiempo indefinido, un bicho raro.
Sin saber, ni a ciencia
cierta, ni incierta, algo sobre mis posibilidades de comunicación con mis
semejantes, por aquello de llamar para no preocupar a la familia, finalmente preferí
hacerme la sorda para con el mundo exterior y me recreé en las ventajas de mi
nuevo tamaño. Pasé cerca de una semana tomando el sol en el alfeizar de mi
ventana, tal cual me parió mi madre, junto al cuenco que recogía el goteo del
aire acondicionado, que hizo las veces de piscina. Descubrí que ya no me
achicharraba la piel y cambié el protector solar y la sombrilla por una
improvisada hamaca hecha de pelusas y por la botella de ginebra que había
comprado para estrenar mi soledad. De la pelusa al cuenco, del cuenco a la
pelusa. ¡Eso era vida! La música sonaba hasta el anochecer y yo dormía la mona
durante horas. Todo un lujo caribeño en pleno centro de Madrid.
No sabría decir cuánto
tiempo llevaba en ese maravilloso y relajante estado mutante, cuando un día el
timbre de la puerta se empeño en despertarme. Le siguió el del teléfono fijo,
un Ring Ring insoportable. Mi móvil repetía uno detrás de otro los tonos de mis
contactos. Toda mi casa se inundó de sonidos estridentes. Incluso creo que me
pareció escuchar la sirena de los bomberos. ¿Por qué no me dejaban tranquila?.
Los golpes, las voces, las alarmas, la botella vacía… Salté de la ventana tan
rápido como pude y traté de esconderme bajo la alfombrilla del cuarto de baño
antes de que alguien derribara la puerta o mi intimidad. Pero me di cuenta de
que algo me impedía correr. Mi cuerpo pesaba. Mi pelo crecía. Mis patas se
engrosaban y se estiraban. De pronto la distancia entre mis antenas y el suelo
se agrandó. El techo se acercaba peligrosamente a mi cabeza y yo no paraba de
crecer. Vi cómo todo lo que me rodeaba cobraba una nueva dimensión. Todo más
pequeño, todo más… ¿humano?
Fin
04.02.14