Este es un relato corto escrito para el taller de literatura. Tema de trasfondo: la ambigüedad sexual (los deberes son los deberes...)
MATILDA
Tan enigmática como el
interior del bolso de una mujer, era la mirada de Matilda. Sus ojos, grandes y
del color de la miel clara, tenían un extraña transparencia en todo su iris,
que continuamente escondía bajando los párpados. Entonces esos ojos cerrados quedaban
enmarcados por unas pobladas cejas negras y aún así, parecía que Matilda seguía
mirándote. Irremediablemente me enamoré de ella. ¡Pero de eso hace ya tanto
tiempo…! Creo que fue así:
Un atardecer de julio
ella me rozó sin darse cuenta. Sólo atiné a distinguir un suave pañuelo de seda
que salía por la puerta de la cafetería, enroscado a un cuello perfumado. Fue
instantáneo. Un dardo oloroso directo al corazón. Salí en su busca. Seguí el
rastro del perfume. Sí: llevaba canela y mil flores más, pero… ¡ese olor a
hormonas era inconfundible! No podría decir cuánto tiempo caminé, pero oscurecía
entre las calles estrechas del barrio de Chueca y mi defectuosa vista ya sólo
distinguía borrosas manchas en movimiento. A pesar del anochecer, el calor apretaba
las sienes y se hundía sobre mis hombros dificultando mi respiración. Aceleré
el paso guiándome sólo de mi olfato. Rastreé como un perro y al notar que el
perfume se iba perdiendo, mi ansia crecía. Las aceras se iban vaciando. La
movida se concentraba en garitos altamente refrigerados y herméticos,
rebosantes de cuerpos indefinidos y hacinados bajo el ritmo de la música,
cuerpos hambrientos de sexo a la carta. Los conocía de sobra. Pero Matilda no
estaba dentro. Podía olerla cada vez más cerca. Muy cerca. Mi corazón se
aceleró. ¡Estaba tan cerca! A la vuelta de la esquina.
Y al doblar la esquina,
una mano ancha pero de uñas afiladas me acercó bruscamente hacia el descansillo
oscuro de un portal. “Hola, soy Matilda
y deja de seguirme”, me dijo con una voz grave. No me pidió permiso: me
encontré entre sus brazos y atrapados mis labios entre su jugosa lengua. No le
pedí permiso: exploré con avidez todos los rincones de su cuerpo y ella los
míos. Nos miramos con sorpresa. Nada de lo que descubrimos era lo que parecía.
Nos amamos de pie, como pudimos, apoyados en las losas aún calientes de la
pared de ese oscuro portal.
Desde entonces nos
amamos y aunque sus ojos se cerraron hace mucho tiempo, aún siguen mirándome.
Yo conservo su pañuelo de seda impregnado aún de su perfume. En las noches de
verano me lo ato al cuello como lo hacía ella y salgo a buscar otro portal
oscuro en el que atrapar otra presa, diciendo: “Hola soy Yolanda y deja de
seguirme”.