Lo que hago, lo que hacemos (Vettonia) y un poco más... (todas las fotos por MBReig salvo que se diga lo contrario)
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domingo, 26 de marzo de 2017

UN RECUERDO

Las tablas de madera del pasillo oscuro crujían bajo las pisadas de mis zapatos de colegio. Caminando despacio, aun con el uniforme puesto, cada tarde solía dirigirme hacia la puerta del fondo. Un Pasillo estrecho y oscuro. Unas paredes lisas, sin adornos. Unos techos altos y agrietados, víctimas de los bombardeos de hace décadas, en ese tercer piso de calle de La Palma. Mis nudillos llamaron despacio sobre la pintura blanca y descascarillada que  maquillaba la puerta alta.Era “el cuarto de los leones” que los mayores llamaban así para que no entráramos los niños. El abuelo abrió aceptando mi entrada. Olía a barniz, a aguarrás. Hacía frio en el taller del abuelo. Pinceles y pequeños botes de pintura salpicaban un enorme tablero colocado a modo de mesa. Trapos sucios, marcos a medio dorar, herramientas para tallar, cortar y lijar. Hacía frio en el taller del abuelo. A la derecha, junto a la pared, una pequeña nevera con huellas de dedos sucios junto al picaporte. Le miré. El sonrió. Mi pequeña mano de colegiala giró despacio el picaporte tirando hacia mí. La pesada puerta de acero se abrió. Mis ojos se agrandaron  levantando mis cejas y toda mi cara se iluminó. En el interior estaba el tesoro. Una caja de cartón ancha y plana que saqué con cuidado y coloqué sobre el tablero.Quité la tapa lentamente y con mis pequeños dedos de colegiala separé el papel de seda que protegía su contenido. Ahí estaban, ante mis ojos hipnotizados, ¡montones de láminas de PAN DE ORO!, ¡frágiles, suaves, delgadísimas, brillantes! Las mismas que el abuelo utilizaba para restaurar los marcos de esos cuadros y que tantas veces le había visto fundir sobre la madera con el pincel y que ahora yo acariciaba con las yemas de mis dedos, en ese taller frio, aún con el uniforme puesto.




jueves, 12 de noviembre de 2015

EL FRIO QUE VIENE

Molinos de Duero (Soria)
Foto por MBReig

Pepón le contó un chiste a Jonás, el loro del Hostal San Martín, a ver si el bicho de plumas verdes hacía el favor de reírse de una puñetera vez. El loro le miró impasible, camuflados sus ojos tras el antifaz de plumas negras. Ni siquiera se columpió un poco dentro de su jaula.
Iratxe, la vasca que regentaba el hostal, le dijo:
.- Pero mira que eres pardal, Pepón. Y deja de beber que esta noche tienes que pingar el mayo”. A lo que Pepón le contestó con arrogancia:
.- Esta noche voy a dejar el mayo más tieso que mi carallo.

Y con esa chulería salió Pepón por la puerta haciendo un corte de mangas al Loro Jonás.

El sol se puso y se nos echó encima el frio. El frio de Soria no es un frio cualquiera. Y el frio del pueblo es todavía menos tratable que el de la ciudad. Las casonas de piedra, las calles vacías y el río cercano se vuelven escarcha y silencio cuando el sol se va. Se encienden las luces, escasas y tenues y el olor a leña delata los fuegos que ya van ardiendo tras las fachadas. En lo alto y sobre la silueta recortada de los montes, asomaron las estrellas. Y es que en las noches claras el frio es mucho más frio. Las pisadas se amortiguan y el pueblo se vacía de sonidos. Sólo cada media hora la campana pone nombre al correr del tiempo: La media, las nueve. La media, las diez. A las diez el chucho tunante regresa de sus correrías, huyendo, como buen entendido, del frio que viene. Y ni siquiera hace intención de olfatearnos. Pasa a nuestro lado y se pierde al doblar la esquina buscando la mano mimosa y caliente que le perdone sus golferías. En invierno, también a los perros tunantes les puede el frio. A las diez es hora de volver.

Ya casi en la puerta del hostal nos arrebujamos en los abrigos y echamos el último vistazo a la oscuridad y al silencio. Llenamos los pulmones de aire limpio, que oxigena y rejuvenece. ¿Verdad que con el frio parezco más joven?. A mi pregunta él sonríe y dice “sí”.

Pepón está de nuevo en el hostal. Más cargado de chulería y de alcohol. Insiste con la copa en la mano alrededor de la jaula de Jonás. Y el loro le mira impasible tras los barrotes. Pepón nos mira y nos dice:
.- A la una pingamos el mayo. No os lo perdáis. Y vuelve a salir por la puerta haciendo un corte de mangas al loro.
Iratexe, la vasca que regenta el hostal junto con su marido, Jordán, experto micólogo, nos dice;
.- No le hagáis ni caso. Hace unos años se intoxicó con una ortiga y desde entonces las pocas luces que tiene se le han apago del todo.

La campana volvió a sonar rompiendo el silencio de la madrugada. A lo lejos se escucha un murmullo que se acerca y que se va convirtiendo en algarabía. El grupo de mozos y mozas, seguido por los curiosos que aguantaron hasta esa hora, van llegando hasta la puerta del hostal. Sobre sus hombros llevan un tronco de pino. Largo, esbelto y recto. Es el mayo.  El hostal está junto a la iglesia y justo delante hay una cruz. Al lado de la cruz, en el suelo de piedra,  hay una argolla. Los mozos tiran de ella y sacan un pesado taco de madera que deja ver un hueco en el que se colocará el mayo y se apuntalará para que quede completamente vertical. Sus dieciséis metros de altura más tiesos que el carallo de Pepón.

Por la calle se ve venir otro grupo cargado de estacas. Entre ellos va Pepón borracho como una cuba. Se acerca al agujero y sujeta el mayo tambaleante. Hace frío. No un frio cualquiera. Un frio que amenaza de muerte. Pepón empuja el tronco. Grita más chulo que nadie que él solo puede enderezar el mayo. Pierde el equilibrio. El mayo le golpea la cabeza y Pepón cae contra la fría piedra del suelo. El alma de Pepón se enfria. Pepón muere en la noche fría. Se vuelve a hacer el silencio. No un silencio cualquiera, sino el definitivo silencio. El de la fría muerte. Y por fin el loro Jonás se ríe de la chistosa muerte de Pepón.

10.11.2015

miércoles, 15 de julio de 2015

A TRAVÉS DE UNA VENTANA


LOS ECOS DEL PASADO....

.- ¿Leo, dices? ¿Cómo que Leo? ¡Te llamas Leopoldo!, como tu padre, como tu abuelo. Y en esta familia no hay maricones, ¿has entendido?. Sal por esa puerta. Yo ya no tengo hijo.

Mi mano huesuda y vieja agarra la reja oxidada de la ventana sin dueño. Desde la calle Me se asomo al interior. Ya no es una casa. No tiene tejado, ni paredes. Sólo unos deshechos muros de piedra casi vencidos a ras del suelo. No hay puerta, ni madera que tape el vano de la ventana, ni brasero que caliente su interior. Ahora la hierba es la alfombra sobre la que he jugado de niño. 
Esa alfombra gastada que manché sin querer con el primer estallido del  deseo. 

Pegada mi nariz y toda mi cara vieja al hueco de la ventana, mis ojos, ahora sabios y cansados, vuelven a esta morada de la calle Ave María.

Aquella tarde Angelito y yo nos buscamos. Era otoño y las mujeres y hombres del pueblo aún se doblaban sacando piedras a unos cuantos kilómetros, donde se construía la presa. Teníamos catorce años y desde los doce nuestra relación se había estrechado de un modo poco usual, hacia una irresistible atracción física que nos hacía necesitar del sacramento de la confesión día sí, día no. Pero estábamos cansados de esperar.

Se tocaron tímidos, solos en la casa. Se desnudaron, se estudiaron y se amaron sobre la alfombra gastada, junto a las faldas de la mesa camilla y bajo las miradas de todos los retratos que colgaban de la pared. Se amaron casi sin luz, escondidos tras el olor a campo húmedo y a estiércol, agazapados en el silencio de un pueblo que seguía trabajando en la presa hasta caer el sol. Era un otoño frio, pero se daban calor con sus cuerpos templados y sus sonrisas de triunfo.

La puerta se abrió y mi padre se nos echó encima. Sus manos grandes barrieron con furia los cuerpos desnudos y ya impuros. Angelito recogió sus ropas y salió a patadas a la calle desierta sin saber cómo detener a mi padre. Angelito, desnudo, miró desde fuera por la misma ventana por la que yo miro ahora, asida mi mano vieja a los barrotes oxidados.

Fue la deshonra la que me sacó del pueblo aquella tarde de otoño, hace cincuenta años. Y ahora, muerto mi padre, he querido volver. Ahora el pueblo, sumergido bajo las aguas, guarda silencio. El cielo plomizo se refleja en el pantano y las piedras campan a su antojo por las pocas calles que se han librado de la inundación. En una de esas calles, la calla Ave María, perdí mi inocencia y según mi padre, la honra de la familia. 

Todo ha quedado en secreto tras la ventana a la que ahora asomo mi cara vieja, mi vida pasada con la que por fin me reconcilio.

.- ¡Leo!.-oigo a mi espalda.
A cien metros, en el coche, Ángel me espera… 

lunes, 22 de junio de 2015

UNA DE ÁRBOLES


Bosque 2010 (Nora)
Camino en Candeleda 2008 (para Manuel)


Concurso P. Rápida de El Retiro 

Boceto rápido Valle de Los Abedules 2014

Hayedo 2011

Paseo junto al Támesis 2010

Boceto El Manzanares en Pº de la Florida Concurso P.Rápida 2013

FACHADAS DE MADRID

Fachadas de Madrid para exposición del Colectivo Vettonia. Pintura por J.R.Guerrero y M.B.Reig

martes, 21 de abril de 2015

LA CAJA MISTERIOSA



Empezó la semana con mal pie. No sólo le costó levantarse más que cualquier otro lunes, sino que camino del trabajo todo se fue torciendo: el atasco de la carretera, el desalojo del metro, la cara del jefe... La ansiedad crecía dentro de sus pulmones y con ella su sensación de prisión. Una jaula de barrotes invisibles, una cuerda enroscada por todo su cuerpo, unos hilos que fruncían sus labios y que le impedían gritar. 

Llegó más tarde a casa. Cada día más tarde. Cansada y deshecha. arrastrando sus notas por el hormigón del garaje. Buscó torpemente las llaves dentro de un bolso desordenado y el peso del sueño se posó en sus párpados mientras el ascensor subía hasta su refugio. Por fin en casa, pensó, pero ¡mira qué horas!.

Salió al descansillo oscuro. El conserje no había cambiado la bombilla fundida. De repente un golpe seco contra algo inesperado. Ahogó un grito y retrocedió de inmediato. A tientas sacó el móvil y encendió la linterna, temerosa de lo que podría encontrar. Delante de su puerta había una caja enorme, del tamaño de una nevera. Una caja de madera de pino con varios clavos y una nota con su nombre. ESTELA. Dirigió la luz de la linterna hacia todos los rincones del descansillo. No había nadie. Estaba sola. No se atrevió a tocar esa caja. Incluso pensó en llamar a la policía. Pero examinando más despacio el bulto vio que la caja llevaba pintado un reloj. Un reloj exactamente igual que el que le regaló su padre siendo niña. Su primer reloj.

Acercó sus dedos temblorosos y acarició el dibujo. Sus ojos se llenaron de recuerdos alegres, entrañables, suspendidos en una memoria sin tiempo. Bajo el dibujo del reloj descubrió una cerradura de forma extraña e inmediatamente buscó en el llavero que aún sostenía en su mano. ¡No lo podía creer!. El propio llavero era la llave de esa cerradura. Decidió probar y con un poco de resistencia ¡clac!, la cerradura giró y la caja se abrió.

Sus ojos se abrieron también de par en par. Ante ella millones de minutos flotaban en un espacio ingrávido. Minutos. Millones de ellos. Aquello que su padre le prometió de niña al regalarle aquel reloj: ¡EL TIEMPO!. Su padre le regaló el tiempo. Ese que nunca supo administrar y que siempre se le escapaba de las manos. Esa caja no era ni más ni menos que una máquina de fabricar tiempo. Un tiempo infinito que desde ese momento se marchaba y que jamás podría retener, salvo en sus recuerdos, o sobrevolando los tejados inalcanzables para perderse en el mar. Pues cada minuto vivido, ya era un minuto pasado.

Cadaqués 2014